Ahora es el momento de “tomar metles”. El calor ha dejado de apretar, el fruto está maduro y antes de que empiece el maltiempo, hay que tirar las almendras de los árboles, recogerlas con una red y pelarlas. Para los que vivimos en el campo es habitual despertarnos estos días y oír el sonido metálico, delicado y casi musical, de las varas de aluminio ( la modernización: son preferibles porque pesan poco) chocando de manera repetitiva con las ramas de los almendros.
Así que nosotros también nos animamos y hemos recolectado el fruto de los pocos almendros que hay en la finca. Y en esto estábamos cuando hemos hecho un descubrimiento: nuestras perras comen almendras. Cuando uno de los frutos caía fuera de la red, ahí estaba atenta alguna de las dos, olfateando como todos los perros hacen, capturando sigilosamente la almendra perdida, casi robándola y apartándose un poco para tumbarse tranquilamente y empezar a romper la cáscara con los dientes, desechar las partes duras y comerse el fruto.
Me pregunto: ¿cómo saben que la almendra es comestible? Su potente olfato les debe decir que ahí dentro hay algo interesante. Estoy segura de que no abren ninguna de las malas, no como nosotros, que hasta que no las mordemos y notamos ese sabor amargo, desgradable, no nos damos cuenta. Me acuerdo: un cliente nuestro tenía un olivo en el patio y me contaba que su perra se ponía gordísima cuando las olivas maduraban porque se comía todas las que caían al suelo. Parece ser que los perros todavía tienen mucho que enseñarnos sobre lo que comen y lo que no comen.